Placeres estivales

Hay dos actividades veraniegas por las que tengo especial predilección. Quizás sea que anhelo volver al útero, que no lo sé, pero las dos son solitarias, como observador y en el agua. La primera es embutirme en el traje de neopreno y sumergirme en las aguas que bañan la costa gallega. Pendiente únicamente de mi respiración, cuando buceo, vuelo y me resulta inevitable volver a recordar las primeras páginas de Lorentz en On Agression. Con un simple afán introductorio, pero ponen en palabras lo que siempre he pensado de una actividad tan sencilla como enchufarse un tubo a la boca, ponerse unas gafas, previo gargajo reglamentario, y salir a darse un paseo. Por otro lado, mucho se habla de las bondades del Mediterráneo, pero su única bondad, al menos en lo que le da a uno el pulmón, es la transparencia de sus aguas. Por lo demás, no hay punto de comparación. ¡Ya les gustaría a las praderas de posidonias acercarse a la gravedad y misterio de los inmensos bosques de laminarias!

La segunda actividad es más reciente y friki. Consiste en coger una tabla de “bodyboard”, pillar unas aletas que me impulsen sin esfuerzo y tirarme río arriba. A ser posible cuando menos gente hay en la balsa de salida, porque ya se sabe, la gente, en general, está aburrida; no sabe qué hacer ni a dónde ir, y basta que decidan copiar al friki de turno para que en un año se monté una empresa de paddle boards de esos de náufrago y se vaya todo a la mierda. Pareciera, como en la canción de Extremoduro, que muchas veces nos encontramos en un continuo standby, esperando a que alguien o algo nos diga qué es lo que nos ha de entretener. Prueba de ello es la nefasta idea de publicitar los pueblos y las playas más bonitas de España, que ha provocado avalanchas de masas y autobuses de gente a la que nunca les ha interesado – ni les interesa– lo más mínimo la idea de perderse o pisar dichos parajes. Mi único consuelo a este respecto es que con suerte, en unos años y a este paso, todos los pueblos tendrán la misma etiqueta, por lo que se volverá a la parrilla de salida.

Pero volviendo a lo que iba, que es mucho más superficial y simple: me encanta encaramarme a una tabla, por aquello de que en el agua dulce los cuerpos se hunden con más facilidad, y remontar el río por la frondosa galería de alisos. En silencio, el perfecto reflejo del cielo con sus nubes de final de verano solo es interrumpido por el nado errático de los zapateros. A ras de agua, voy pendiente de cualquier movimiento. Quizás una nutria, una comadreja, un martín pescador. No se sabe, pero los ríos, las masas de agua en general, casi siempre brindan alguna sorpresa. Y ayer no fue una excepción cuando, de repente, emergió de los fondos una cabecita. Al principio pensé que se trataría de un pez, pero cuando me acerqué, resultó ser una culebra nadando. En concreto, una natrix natrix joven, de no más de 14 cms, con la cabeza negra y un perfecto collar blanco. Pensé que en cuanto me detectara saldría huyendo, pero qué va. Ahí que me dejó acompañarla el tiempo que quisiera. Ella con su elegante serpenteo y yo con mi torpe nado de humano. De vez en cuando asomaba su lengua, para oler el entorno, y se acabó subiendo a una rama que caía sobre el río. El reflejo, como ya he comentado, era perfecto, por lo que por un momento llegó a parecer que ahí había dos serpientes, acechándose mutuamente. Así hasta que volvió a bajar al agua, se quedo un rato suspendida en la superficie y acabó retomando su camino original hacia la orilla. Un encuentro sencillo, pero mágico. Y eso es todo; “el resto es silencio”.

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